viernes, 8 de abril de 2011

La infancia de Iván

Cuando uno termina de ver La infancia de Iván, ha ententido que la película habla de la guerra y de la infancia, pero aún así, una extraña incertidumbre se adueña del espectador. En algún lugar se esconde la duda que le hace preguntarse si se ha perdido algo, si hay algún significado oculto que se le ha quedado por el camino. Y no es raro, pues el cine de Tarkovsky es denso, lírico, contemplativo, lento… pero, sobre todo, elíptico. Sea lo que sea, uno acaba igualmente subyugado ante el arte que emana de las imágenes y removido por los sentimientos encontrados que generan la nostalgia de la infancia y la repulsa ante la guerra.

Toda la película es una superposición entre la realidad y el sueño: los idealistas querrán, en un intento desesperado por atrapar una etapa perdida, ver las escenas de la infancia como las reales y las de la guerra como la pesadillla; los realistas identificarán la cruda realidad con las secuencias bélicas y el estadio onírico con los recuerdos de la niñez. Independientemente de la decisión, la maestría de Tarkovsky radica aquí, en el contraste lúcido entre la brutalidad del escenario de la II Guerra Mundial y las visiones idílicas de la inocencia.

A lo largo de todo el metraje, la hermosura plástica de las imágenes, unida a la música de Vyacheslav Oschinnikov, cautivan al espectador. Pero sin duda, la secuencia más perfecta y bella es la última: esa carrera por la playa que se presenta como un canto a la vida y que cierra la película de la mejor manera posible, sin dejar al espectador hundido ante los horrores de la guerra.

Alicia Rivera