viernes, 8 de abril de 2011

La infancia de Iván

Cuando uno termina de ver La infancia de Iván, ha ententido que la película habla de la guerra y de la infancia, pero aún así, una extraña incertidumbre se adueña del espectador. En algún lugar se esconde la duda que le hace preguntarse si se ha perdido algo, si hay algún significado oculto que se le ha quedado por el camino. Y no es raro, pues el cine de Tarkovsky es denso, lírico, contemplativo, lento… pero, sobre todo, elíptico. Sea lo que sea, uno acaba igualmente subyugado ante el arte que emana de las imágenes y removido por los sentimientos encontrados que generan la nostalgia de la infancia y la repulsa ante la guerra.

Toda la película es una superposición entre la realidad y el sueño: los idealistas querrán, en un intento desesperado por atrapar una etapa perdida, ver las escenas de la infancia como las reales y las de la guerra como la pesadillla; los realistas identificarán la cruda realidad con las secuencias bélicas y el estadio onírico con los recuerdos de la niñez. Independientemente de la decisión, la maestría de Tarkovsky radica aquí, en el contraste lúcido entre la brutalidad del escenario de la II Guerra Mundial y las visiones idílicas de la inocencia.

A lo largo de todo el metraje, la hermosura plástica de las imágenes, unida a la música de Vyacheslav Oschinnikov, cautivan al espectador. Pero sin duda, la secuencia más perfecta y bella es la última: esa carrera por la playa que se presenta como un canto a la vida y que cierra la película de la mejor manera posible, sin dejar al espectador hundido ante los horrores de la guerra.

Alicia Rivera

martes, 22 de marzo de 2011

Demasiado cercano [Historias mínimas]

Historias mínimas es una road-movie desasosegada. Tres historias, pequeñas, de personajes sencillos con motivaciones “mínimas”, emprenden el mismo camino. Los tres recorren la misma carretera rumbo a la misma ciudad: San Julián.

Al principio de la película nos sorprende la fotografía y dirección artística. Parece que esas grandes llanuras estén perfectamente diseñadas. Los colores y grandes espacios ayudan a crear un ambiente de soledad reforzado por el escaso diálogo. Y aunque percibimos soledad, distancia, también notamos una gran humanidad. La presencia de actores inexpertos contribuye a que la historia se acerque más al espectador. Los personajes, por esa sencillez en sus papeles y formas de actuar calan en nosotros. Con cada mirada nos sentimos interpelados.

La historia, sin embargo, avanza con lentitud. Esa lentitud quizás más marcada por tratarse de “historias mínimas” en las que no hay grandes conflictos ni proezas. Los personajes son personajes, no ya héroes; son personajes como tú y yo. Y es esa vida cotidiana lo que quizás aleja a la película del espectador. Demasiado sencillo, demasiado cercano.

María del Rincón

Esa dulce sensación [Historias mínimas]

Tres viajes paralelos: Don Justo, María Flores y Roberto. Tres historias muy simples pero bien contadas. Muy distintas pero con un objetivo similar: dar un paso para encontrar la felicidad personal. Tres generaciones diferentes con historias que aparentemente no nos interesarían pero que el director, Carlos Sorín, consigue que nos importen. Queremos que todos alcancen lo que buscan, que consigan dar ese paso para conseguir la felicidad y que este no haya sido en falso. Sabemos que sólo es un pequeño paso, pero queremos que lo consigan, que puedan saborear esa dulce sensación.

Cada uno busca algo muy distinto: un perro, la participación en un concurso de poca monta o la tarta perfecta para el hijo de una clienta a la que ama. Objetivos simples y cotidianos, pero con los que se consigue humanizar esta película en la que los héroes son tres personas corrientes, como nosotros, con sus sueños y sus miserias.

Carlos Sorín dirige esta road movie de personajes, donde la atención se centra en ellos, interpretados por personas corrientes (sólo Javier Lombardo, Roberto, es actor profesional), lo que le otorga un mayor encanto y sencillez. Dirigida de forma intimista y acompañada de una fotografía realista, Sorín consigue la credibilidad de esta pequeña (gran) película en la que la sencillez de las historias y su carga humana consiguen ganarse el cariño de los que la hemos visto.

Iñaki Mayora Olcoz

LOS PECES ROJOS

"Los peces rojos" es una obra maestra del cine español de los años cincuenta. Con el guión de Carlos Blanco como punto de partida, nos hallamos ante un thriller que mezcla lo más característico de Hitchcock -estructura a base de flashbacks, delirio y psicología humanos, protagonista cuanto menos exhuberante, trabajo del suspense e importancia de la fotografía- y el costumbrismo del Madrid de la época. Los personajes de Ivonne, su mejor amiga, Hugo y hasta los jugadores de ajedrez se corresponden con los estereotipos más castizos del momento, del mismo modo que la naturalidad de los diálogos y los lugares de la acción. Hacer que una historia tan "localizada" logre sorprender y atrapar a cualquier espectador del mundo, independientemente de su raza, nacionalidad o cultura, es algo que pocas producciones españolas han conseguido. Si añadimos, además, la inmejorable interpretación de Penella y Arturo de Córdoba y una fotografía espectacular, que llega a fundirse con aberrantes y angulares para dar a algunas escenas tintes expresionistas, uno no duda en calificar el filme de joya del cine español, impasible al paso del tiempo y la transnacionalidad.

Marta González Gallego

sábado, 12 de marzo de 2011

Las uvas de la ira

Las Uvas de la Ira (The Grapes of Wrath, 1940, John Ford) es una de las mejores películas de Ford y, sin duda alguna, la obra maestra del premio Nobel de Literatura John Steinbeck. Lo que une tan estrechamente a Ford y Steinbeck es su deseo de plasmar la realidad prestando atención a los débiles, a aquellos que sufrieron de forma más dura las consecuencias de la Gran Depresión, después del crack del 29. Son obras claramente intencionales, que buscan transformar en héroes a las personas anónimas, que, en una época de desorientación (los personajes viajan de un lugar a otro sin destino fijo), desarraigo (abandono del hogar, renuncia a las propias tierras) y desesperación (reflejada claramente en el personaje interpretado por John Carradine, Jim Casy, el pastor que ha perdido la fe), encuentran finalmente la esperanza en sí mismos, en el hecho de seguir vivos y en su capacidad de supervivencia.

A mi juicio, analizar al mismo tiempo la creación literaria y la cinematográfica ayudaría a captar el sentido pleno de esta historia, de los personajes y de sus valores. Sin embargo, también es cierto que cada obra por separado, en su propio lenguaje, es grandiosa. El guion de Nunnally Johnson hace de la cinta de Ford una perfecta adaptación, que no oculta sus raíces literarias pero que tampoco se excusa en ellas para olvidarse del lenguaje audiovisual; de hecho, el final varía sustancialmente y hay muchos episodios del libro que no aparecen en la película, porque Johnson ha sabido plasmar solo lo esencial. Algunos parlamentos de los personajes, que pueden recordar demasiado a la literatura, están justificados y no molestan al espectador. Aun así, más que los diálogos, lo que realmente conmueve en Las Uvas de la Ira son sus imágenes, la poderosa fuerza de los símbolos que utiliza y la interpretación de los actores.

La madre, llamada Ma Joad, es la verdadera heroína de esta historia. Un personaje de semejante fuerza, profundidad y coherencia podría quedarle grande a cualquier otra actriz; pero Jane Darwell realiza una de las mejores interpretaciones de la historia del cine. Esta fuerza arrolladora de Darwell no se debe únicamente a la construcción de su personaje. Cabe recordar la memorable actuación de esta misma película Mary Poppins (Walt Disney, 19010) donde encarnaba al personajes secundario de la mujer de las palomas.

Henry Fonda (Tom Joad) volvería a trabajar con ella y con John Ford en Pasión de los Fuertes (My Darling Clementine, 1946), un western típicamente fordiano en el que Fonda interpreta a un sheriff retirado al que las circunstancias y el deseo de justicia obligan a volver al puesto. Tom Joad acaba de salir de la cárcel y teme volver a ella; su relación con la ley, al igual que sucede con Wyatt Earp en My Darling Clementine, no es un rasgo casual, sino que marca profundamente al personaje, sus valores y sus principios. Tom Joad evoluciona en su forma de luchar ante la injusticia: pasa de la rebeldía y la ira a una comprensión más profunda de las personas que le rodean y de sí mismo. Si para Ma Joad el destierro supone un alejamiento de lo que siempre había tenido, una prueba de fuego que pone en riesgo sus valores más profundos y la unión de su familia, para Tom este destierro es el momento decisivo en su vida, cuando vuelve al origen, a estar entre los suyos y re-descubrir esos valores.

La actuación del resto del reparto, en especial la del ya mencionado John Carradine, es sencillamente conmovedora. La conversación de Jim Casy, Tom Joad y el único que ha permanecido en sus tierras resume perfectamente la tragedia en la que los voraces capitalistas sumieron a las familias más pobres. El viento impetuoso azota la casa en la que sigue viviendo el pobre lunático: el viento, presente durante toda la película, que revuelve la tierra y atormenta a los hombres desesperados, es una constante que amenaza con llevárselos a todos por delante, como los tractores de los banqueros hicieron con sus hogares, o enloquecerlos de por vida.

Solo la unión familiar, el amor a la patria y la esperanza sacarán a estas pobres gentes adelante. Las Uvas de la Ira es una película clásica americana, en el mejor de los sentidos, por los valores que defiende, por los temas que trata y por la forma en que se acerca a ellos. Los grandes planos, las tomas largas y sin excesivos alardes técnicos, la composición y la fotografía de Gregg Toland recuerdan a la corriente neorrealista italiana. Al igual que tras la II Guerra Mundial los italianos vieron la necesidad de plasmar en sus películas la profunda crisis económica y psicológica en la que estaban inmersos los ciudadanos, Ford quiso reflejar las consecuencias del capitalismo más voraz.

Quizá, después de todo, independientemente de las ideas políticas, de las circunstancias sociales y de las percepciones individuales, los hombres no somos tan diferentes después de enfrentarnos al dolor. Quizá el cine puede ser una expresión catártica, que sirva como purificación de ese dolor universal.

Marina Pereda

martes, 8 de marzo de 2011

El expreso de Shanghai

En “El expreso de Shanghai” Von Sternberg nos habla de nuevo del amor materializado en su musa, fuente de sus inspiración, de su amor y también en parte de sus temores, Marlene Dietrich. Mucho más optimista que aquel magnífico relato de amor y odio titulado “El ángel azul”, el realizador desarrolla una visión del amor y del mundo en unos vagones de tren, mientras fuera (y dentro) de esas paredes estalla la revolución en China.

Una Alemania hipocondríaca, con miedo a todo, extrema y a la vez frágil representada en Eric Baum, una Inglaterra que le sirve para hablar del reencuentro y una Francia tranquila pero a la vez independiente y que parece no enterarse de nada. Estos y otros son los personajes que mediante su caracterización nos darán una pequeña lección del estado psicológico de los años 30.

Entre todos ellos dos amantes que se han reencontrado ironizan sobre su relación, y en una simple escena iluminada por la fotografía de Lee Garmes, en la que Dietrich fuma un cigarro mientras le tiemblan las manos, Sternberg nos habla del amor que sentía por aquella reina del cabaret que conoció en “El ángel azul”.

Miguel Suárez

El expreso de Shanghai

Un tren, China, una guerra civil que se cierne sobre el país, y nueve personajes dispares –y estereotipados- que se encuentran en un vagón de primera clase. Esto podría ser un esbozo de El expreso de Shanghai, pero lo cierto es que la obra de von Sternberg se nos presenta como algo diferente.

El espectador la percibe como la quintaesencia de la artificiosidad, donde el exotismo se mezcla con la teatralidad de las interpretaciones, además de con un final previsible al más puro estilo made in Hollywood. Al director austriaco parece no importarle desatender un poco el relato para centrarse en la estética de cada plano, poniendo toda su atención en los magníficos contrastes entre luces y sombras, en la composición, en el encuadre perfecto.

Y el mejor encuadre es precisamente cualquiera en el que aparezca Marlene Dietrich. Juicios sobre su interpretación aparte, es innegable que enamora a la cámara. Su perfil frío y seductor, de femme fatale, le confieren una elegancia que hace imposible que la fotografía no esté a su servicio, ofreciendo el retrato idóneo de una mujer con pasado, carente de toda moralidad y a la que aparentemente nada puede sorprender .

Pero como tiene que suceder en las películas clásicas, ella resulta no ser un alma perdida y acaba sacrificándose por una causa mayor; eso sí, después de abundantes diálogos llenos de ironía y cinismo. Así, al cabo, El expreso de Shanghai se nos revela como una historia de amor de segundas oportunidades de las de toda la vida, y todo el artificio se convierte en una mera excusa para contarla. O al revés.

Alicia Rivera